Escribe: Diana Orellana

El día estaba por empezar, si es que para algunos no había empezado ya. El sonido de las ollas, de los cucharones que rozaban y golpeaban su interior, de la tetera que pitaba en la cocina donde las madres preparaban el desayuno familiar, el noticiero matinal de fondo, el bostezo de los niños recién levantados y las risas y bullicios de otros tantos que correteaban en los alrededores, los ronquidos de quienes aún dormitaban en sus camas y el apuro matutino como de costumbre; en estos hogares se preparaban para salir a enfrentar un nuevo día.

Afuera en las calles, el tránsito se movía con normalidad. Se escuchaba el ruido de la brisa chocando contra la rapidez de buses y camiones, así como el soplido que estos producen al avanzar y frenar. Sin embargo, aquel jueves 23 de enero, sonaría un soplido que todo Villa El Salvador escucharía. Aquella mañana rutinaria de los vecinos villa salvadoreños dejaría de serlo en cuestión de minutos.

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Por una avenida llamada Pastor Sevilla transitaba un camión cisterna blanco. Avanzaba su ruta sin problemas. A la altura de la Av Villa del Mar se dirigió cuesta abajo, en una dirección que a su paso tenía un desnivel de pista, y que la cisterna intentaría pasar sin cuidado. Pero en el intento de cruzar esa protuberancia el soplido se escuchó.

un camión cisterna provocó la deflagración.

Eran las 6:56am, el ruido había sido fuerte, demasiado fuerte. No era un sonido cualquiera, no era un simple freno. Era la válvula de la cisterna, se había roto. El desnivel impactó fuertemente al vehículo quebrando el débil dispositivo que se encontraba en la parte inferior del camión, le faltaban pernos y no tenía una parrilla protectora. Estaba desprotegido, así fue fácil que el gas licuado de petróleo que contenía, empezará a escapar cubriendo cada rincón del lugar.

Luis Guzman Palomino se bajó al instante del camión. Se dirigió a la parte trasera para abrir la puerta del contenedor, intentaba detener la fuga pero era imposible. Daba unos pasos alrededor, desesperado, sus precarios intentos de hacer algo no servían, no había forma, después de todo que tanto podía hacer un señor de 72 años, quien en su historial contaba con 83 papeletas y poco le importaba lo que decía la ley. De otro modo, no conduciría esa camioneta sabiendo que eran 5 las veces que era sancionado por transportar material peligroso.

Sin control para frenar el desprendimiento decidió alertar a los demás. Empezó a gritar a los vecinos que no se acerquen al camión y sobre todo que no prendieran nada. Muchos de ellos que para ese momento ya se habían percatado de lo ocurrido también se sumaron para pasar la voz, el mensaje era claro: ‘¡No prendan nada!’.

Mientras tanto, en los hogares cercanos a la cisterna, donde el gas iba adentrándose cada vez más, las familias se iban levantando. Los padres, las madres, las tías, los tíos, los primos, los sobrinos, todos alertaban a su familia sobre el accidente. Algunas personas eran levantadas por gritos de desesperación otras por el inminente olor del gas. Entre dormidos y despiertos la gente salía corriendo de sus casas, buscaban ponerse a buen recaudo. Madres que cargaban y jalaban a sus hijos se tropezaban por el apuro, muchos se cayeron y otros se rasparon por el tropiezo.

El gas, que se dirigía hacía la misma dirección que el camión cisterna, iba ganando rápidamente más terreno. Casi dos cuadras hacia abajo se extendía la nube blanca, y los llamados de atención para que no se prendiera nada, también.

Pero no todos supieron hacer caso y lo inevitable sucede. Por la acción de cómo algunos vecinos dijeron un “maldito desgraciado” un hombre que tenía su vehículo cerca del lugar, “prendió su carro para tratar de salvarlo y originó el incendio”.

consecuencias del siniestro.

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Roberta Gomez terminaba de peinarse mientras entre bromas le hacía conversación a su gata, Juana. Al cabo de arreglarse tomó su bolsa de compras y sus llaves, se dirigió hacia la puerta para salir y con apenas un pie afuera escuchó de lejos un bullicio. Terminó de salir y le echó seguro a la puerta. Empezó a caminar hacía el parque de donde provenía la bulla. Roberta, era una vecina villa salvadoreña de años, su casa quedaba a la vuelta del parque que había justo detrás del lugar del siniestro. Con su corta visión no podía distinguir bien de lejos, pero notaba entre borroso un grupo de personas a lo lejos que venían corriendo hacía su dirección.

Mientras más se acercaba, más podía ver empezó a reconocer a sus vecinos y a sus vecinas entre ese gentío. Venían gritando: ¡Hay fuga! ¡Hay fuga! !¡Hay fuga de gas!

Roberta no comprendía bien, aún no asimilaba lo que estaba pasando, los veía correr todo nerviosos y llorando. En medio de la multitud reconoció a Violeta Parinango, una amiga y vecina desde años, que vivía en el lugar de expansión del GLP, estaba llorando y corriendo desesperada. Le preguntó a su amiga: ¿Por qué te escapas? ella entre sollozos solo respondía: ¡Hay gas! ¡Hay! ¡Hay gas! y se puso a llorar.

Había caído en cuenta de lo que estaba pasando, se estaba esparciendo, ella sabía que no debía prenderse nada, cualquiera que fuese la acción por más mínima podría ser una chispa que encienda el lugar por completo completo.

fueron afectadas al menos 30 casas y varios vehículos.

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Eran las 7:06 am, aquella chispa desencadenó la deflagración que comenzó desde abajo hacía arriba, arrasando con todo a su paso. Adultos, niños, incluso bebés fueron atrapados por las llamas. Diez minutos no fueron suficientes para que todos pudieran escapar. Algunos fueron alcanzados dentro de sus casas otros afuera, en medio de intentar huir.

Después, en los medios de comunicación se conocerá la historia de aquellas personas, nobles de corazón, que habiendo escapado del gas y estando a salvo, regresaron al lugar ahogante para ayudar a salir a quienes se quedaron atrás, y que debido a ello acabaron atrapadas por el fuego abrasador.

La piel se desprendía, la ropa se confundía con la piel, como cera de vela derritiéndose. Los rostros chorreaban, el cabello que se caía se había convertido en cenizas, las espaldas y el cuerpo al descubierto. En las veredas de los alrededores podías ver a las víctimas sentadas, algunas paradas otras gritando: ¡Ayuda! ¡Ayuda! pedían ser auxiliadas: ¡Échenme agua! se escuchaba.

Los vecinos de otras cuadras se acercaban, algunos intentaban socorrer a los heridos otros solo iban a grabar. En ese caos, padres y madres desesperadas buscando a sus hijos, familiares llamando y preguntando el paradero de sus seres queridos. Era una escena desgarradora.

***

Ese día, como de costumbre, me levanté temprano con pesar, a eso de las 6:00 am. Luego tomé mi desayunó y me alisté para ir a la Academia. Salí de mi casa a las 6:30am, como normalmente lo hacía, porque a las 7:00am empezaba la clase y uno debía llegar 10 minutos antes.

El accidente se produjo cuando el camión impactó con un desnivel.

Ya en los salones desarrollábamos las lecciones con normalidad, hasta que llegó el receso. Unas compañeras, mayores que yo, decían entre ellas mientras mirando su celular: ‘Oye, ¿has visto eso?’ ‘Mira que feo, y es aquí, ¿no?’ - no entendía muy bien pero sí sabía que hablaban de un accidente en Villa El Salvador, aunque jamás me imaginaría algo tan espeluznante ni cercano a mi.

Pasado el receso se continuaron las lecciones normales, cuando acabaron las clases a eso de las 3:00pm todos salimos. Me dirigí a la parada de autobuses y no esperé mucho para subirme al bus que me llevaría a mi casa en unos 15 minutos.

Estaba sentada dentro del bus observando por la ventana, con mucho sueño. Mi ruta era pasar por Av Pastor Sevilla desde Cocharcas hasta Av Arriba Perú, la avenida siguiente del lugar donde ocurrió el desastre. A esa hora de la tarde el carro iba más rápido y no había tráfico. El viaje estaba tranquilo y de repente el chofer gritó: ¡Los que van a bajar Sol voy a doblar! ¡Los que van a bajar Sol voy a doblar! Entendimos varios que no iba ir de frente, pero lo que yo no entendía era el porqué.

Me bajé en la Av Sol, me hacía falta pasar dos avenidas más para llegar a mi casa, así que me fuí caminando. Cuando estaba cruzando las calles de esta enorme avenida, para llegar a la vereda, noté varias rejas que estaban cercando la pista. Pasé por la alameda que divide los dos sentidos de las calles. Caminé de frente, hasta que me fui acercando al lugar.

Ví las casa quemadas, hechos cenizas, vi un camión quemado, el piso tenía retazos de ropa quemada. No estuve presente cuando sucedió la deflagración, pero sí pude ver su huella en el lugar y en las personas. En las esquinas había personas llorando, su mirada y expresión mostraban impotencia. Movían la cabeza capaz como signo de negación de lo que había pasado. No ví a ningún herido, para ese momento ellos ya estaban repartidos en los centros de salud. Solo ví aquellos quienes sí pudieron salvarse pero que lo habían perdido todo.

Me indicaron que no podía quedarme parada ahí, había personas de la municipalidad y la policía que daba indicaciones a todo aquel que pasaba por ahí que se movilizará rápido. Había mucha contingencia, muchas carpas a lo largo de la calle.

Llegué a mi casa, y en los siguientes días me mantenía informada de la situación de los heridos por las noticias. Ese día fallecieron 3 personas, al día siguiente la cifra subió a 7, para el domingo era 14, para el miércoles 16, el jueves al cumplir una semana eran 17. La cifra iba aumentando, cada día se iba conociendo un caso nuevo. Hasta casi dos meses después, el 13 de marzo, se dio a conocer la identidad de el que sería el último de los fallecido, un niño de 5 años, quién se convirtió en el número 34 de la lista de negra de las víctimas mortales de las llamas que se encendieron en aquella mañana que parecía ser un día más.