Escribe: Alely Quispe Fernández
A inicios del 2020, cuando aún no conocía las sombras del encierro por el coronavirus, emprendí un viaje familiar que me llevó desde el abrumador y sofocante verano limeño al gélido viento andino. Bastará decir que fue una experiencia magnífica, una desconexión de la caótica Lima, sin embargo, fue más que eso.
Había pasado veinticinco horas en un bus y finalmente la llegada a Puno se hacía una realidad. Saliendo de la agencia de viajes, junto con mi prima Daniela, quienes juntas éramos dos foráneas adolescentes, no pudimos evitar asombrarnos con la belleza natural que desbordaba la provincia de Moho. El cielo se adornaba con nubes tan definidas que parecían esculpidas por un artista, flotaban tan próximas a la tierra, que sentía que con solo extender la mano podría acariciarlas. Todo era bello hasta que de repente, el mal de altura empezó a hacer de las suyas. En ello, mis abuelos me indican que Moho no era el destino final, ya que esté aún se encontraba a una hora en bus.
La provincia de Moho, más conocida como “jardín del altiplano”, es una de las trece que conforman el departamento de Puno, en la orilla noreste del lago Titicaca, en el sur del Perú. La población del distrito, está distribuida en el área urbana el 27,7 % y, en el área rural, el 72,3 %. Siendo esta última donde se encontraba Millicuyo, cuna de mis raíces.
Con el mal de altura encima y el cansancio por el interminable viaje desde Lima. Llegamos finalmente al destino deseado, o eso pensé hasta que mi abuelo me dijo que aún faltaba media hora más de caminata para llegar a su antiguo hogar. Después de recorrer el accidentado camino como un perezoso, llegamos a la casa y fue ahí cuando sentí que toda la odisea para llegar Millicuyo había valido la pena. Jamás tuve una mejor vista como esa, encontraba un equilibrio perfecto de los elementos agua, aire y tierra. La inmensidad del Titicaca era equiparable a la de cualquier lago que había visto nunca, era tan vasto que se extendía hasta donde no alcanza la vista humana. El aire, impregnado con la pureza de las alturas, se desplazaba como un soplo revitalizante para el alma. La tierra, rojiza como la arcilla, se unía en un abrazo armonioso con la exuberante vegetación, creando un cuadro majestuoso bajo el cielo andino.
Después de ese despliegue de encanto que tuve al presenciar el basto paisaje, entramos a la casa de mi abuelo donde nos esperaban mis tíos Fausto y Georgina. Dos adultos mayores que con mucha amabilidad nos saludaron y ofrecieron comida de inmediato. Nunca fui fan del chuño, pero estando en Puno, este era el insumo más consumido por excelencia y fue lo primero que tuve que comer al llegar. Posterior a ello, mi tía Georgina nos llevó a lo que sería nuestra habitación. El cuarto era de adobe con un techo de calamina el cual sería mi calvario durante los días de lluvia, además, tenía dos camas pequeñas con las famosas “frazadas Tigre”. Sin lugar a duda, la mejor parte de la habitación era la ventana que se encontraba al costado de una de las camas. La vista del Titicaca era inigualable así que junto a mi prima escogimos esa cama. Cuando desempacábamos apareció un curioso niño en la puerta, su nombre era Keny, nuestro primo. Keny era todo un personaje, era el niño más parlanchín que había conocido jamás, siempre nos quería vender cosas, hasta se inventó una historia para vendernos una piedra que según él había pertenecido a un dios griego, ¿Dios griego en Puno?, pues sí. Según Keny eso era posible. Algo que recuerdo mucho fue la vez que nos consiguió una botella de gaseosa, cuando nos la entregó y le cuestionamos de donde la había traído, él riéndose nos llevó fuera de la habitación y señaló con el dedo una casita que se encontraba casi tan lejos que apenas lográbamos verla. Daniela y yo nos quedamos sorprendidas por el corto tiempo que le tomó hacer todo ese recorrido, pero Keny señaló que eso no era nada a comparación de donde quedaba su colegio.
En nuestra estancia, junto con mi prima y abuelo solíamos emprender caminatas hacia los andes de Millicuyo, mi abuelo a pesar de tener 78 años caminaba con la agilidad de un joven ciervo, sus pasos resonaban con la fuerza de un viento apurado. Mientras que nosotras, en plena flor de la juventud, jadeábamos como dos perros sedientos. La altura siempre fue un detonante para que nos retrasáramos en las caminatas que hacíamos día tras día. Sin embargo, la curiosidad de descubrir nuevos lares nos motivaba a seguir, sin importar las constantes humillaciones que sufríamos ante el andar rápido de mi abuelo.
Cuando mi abuelo se quedaba en casa, mi prima Daniela y yo dábamos pequeñas caminatas por el pueblo, pero en esta ocasión nos propusimos bajar al lago Titicaca. Desde la casa el lago se veía muy cerca, pero no fue hasta que hicimos la caminata que descubrimos la lejanía que este tenía. Más que lejano era complicado bajar ya que no conocíamos bien el pueblo, pero después de varios minutos logramos pisar las tierras cercanas al lago. Una vez ahí, nos sentamos a contemplar la inmensidad del Titicaca y el bello atardecer. Por fortuna, había llevado mi cámara y fue gracias a esta que pude capturar esos instantes en los que la naturaleza me obsequiaba lo mejor de ella.
Pasaron los minutos y las nubes negras empezaban a invadir el cielo, con pocos días ahí habíamos aprendido que aquello significaba lluvia y truenos. Sin esperar más nos levantamos para el retorno, en eso, mientras yo y mi prima discutíamos cuál era el camino correcto para subir a la casa nos encontramos con Dominga, una adulta mayor que había estado realizando trabajos de agricultura. Supongo que al ver nuestra vestimenta o nuestra actitud perdida se cuestionó de dónde veníamos, cuando dijimos que éramos de Lima su semblante cambió a una expresión de tristeza. En ello, nos contó que su hijo estaba en Lima hace siete años, pero que hace cinco años no lo veía. Cabe mencionar que en Millicuyo no hay señal telefónica, para poder comunicarse vía móvil había que partir hacia Moho. Dominga nos contó que, si tenía comunicación con su hijo, pero cada vez disminuía. Con una oz en la mano nos relataba una realidad que muchos ancianos experimentaban en el pueblo, la cual era como una ley de vida. Y es que una vez que sus hijos partían a Lima u otra provincia, difícilmente los volvían a ver. Eso hacía que los “hasta pronto” se convirtieran en un “adiós” y que los abrazos de despedida se convirtieran en el último momento con ese ser querido.
Al día siguiente, mientras caminaba con mi abuela y mi prima nos encontramos con Rosa, otra adulta mayor que tenía problemas para caminar, lo que la obligaba a usar muletas. La historia se repetía, puesto que Rosa nos comentaba que sus hijos estaban en Arequipa y no la visitaban desde hace doce años, sin embargo, si se hacían responsables de los tratamientos médicos. Rosa vivía con una prima que era su principal soporte, pero a pesar de ello comentaba que el trayecto para llegar al hospital de Moho requería mucha caminata la cual en su situación era más que complicada. Teniendo esto en mente, recordé lo difícil que fue llegar por el accidentado camino hacia Millicuyo, además de que los carros que te llevaban a la provincia de Moho solo pasaban en una hora determinada de la mañana.
A pesar de la belleza indiscutible de este lugar, es difícil ser indiferente a todas las precariedades que la población vive. Con esto no quiero decir que los habitantes no disfruten de su pueblo, me consta que lo aman, pero sé que, si alguno de ellos hubiera vivido con los privilegios que yo tuve, tal vez verían con otros ojos su calidad de vida.
No nací en una cuna de oro, sin embargo, nunca tuve que caminar kilómetros para llegar a mi colegio, nunca tuve que ver como un familiar moría por no tener una posta médica cercana, nunca tuve que soportar el frío bajo cero que quema la piel. Jamás experimenté las duras limitaciones de un poblador de Millicuyo, uno de los pueblos más olvidados, pero el más recordado para mí.